Así hablaba Kafka

Andá con cuidado”, me habían dicho, “si no contesta, no lo apures, va a estar absolutamente metido en su mundo”. Y tenían razón.

Había preparado algunas preguntas de manera muy meticulosa, cuidando bien las palabras para tratar de que con cada pregunta él pudiera explayarse y yo no tuviera necesidad de repreguntar o idear otros cuestionamientos. A decir verdad, me asustaba la idea de estar frente Kafka. Me habían dicho que era muy silencioso, que probablemente me contestara con monosílabos y que seguramente se mostraría indiferente a mi presencia.

Entré a su estudio, él estaba de espaldas a la puerta, mirando por una pequeña ventana como la lluvia mojaba los árboles en ese atardecer en Praga. Dije ‘permiso’, y se dio vueltas con una serenidad que estremecía, propia de un tipo llamada Samsa.

Su escritorio estaba bastante revuelto, cantidad de papeles esparcidos, una pila de libros señalados que aparentaban no haberse terminado de leer, y un increíble polvillo que se esparcía por todo el territorio kafkiano.

Caminé los seis pasos que me separaban de él, le estreché la mano flaca y con una sonrisa disimulada y un dudoso alemán me dijo ‘estás mojada’ (interiormente agradecí ese gesto y casi sentí que pude relajarme). Era pequeño, flaco -flaquísimo-, y a decir verdad, poco atractivo. Tenía puesto un traje marrón, algo arrugado pero limpio, una barba de tres o cuatro días y el rostro horrorosamente consumido, cuando lo miré a los ojos reconocí una tristeza y una concentración que ciertamente me dejaron paralizada. Por un momento pensé en ofrecerle un cigarrillo, pero pronto deseché la posibilidad. Él me miró fijo a los ojos, con una mirada oscura y tan penetrante que creí intuía lo que yo estaba pensando, me invitó a sentarme.


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