(La siguiente nota ha sido modificada para su publicación web. Para leerla completa, adquirí la edición impresa de PostaData en sus puntos de venta.)
La noche de los feos
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo.
Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. (…)
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos - de la mano o del brazo - tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó (…) Hablamos largamente (…)
«Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca». (…) No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina (…) Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. (…) Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
Extracto de «La noche de los feos», cuento de Mario Benedetti. Del libro «La muerte y otras sorpresas» (1966)
En «La noche de los feos», Mario Benedetti deja notar que cualquier persona que lleve en su cuerpo la estampa de la fealdad, está condenada a enamorar y enamorarse de una persona en su misma situación.
El autor hace aparecer a los personajes sencillamente como «horribles», sin siquiera poder aproximarse a esa cierta belleza que vaya uno a saber quien determinó como tal. La fealdad en los protagonistas no es un detalle, sino una propiedad sustancial, una característica irrevocable y fatal, «ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos». Y ni siquiera los salva la ternura de la mirada, «esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza».
Y de la mano de la fealdad, el narrador los asocia a la marginalidad, a la soledad que propicia el sentirse feo, soledad que encuentran en un lugar cualquiera, donde todos están en pareja, excepto ellos, los feos, «con las manos sueltas y crispadas».
Benedetti termina asegurando, de una forma silenciosa, que la desgracia puede tener un final optimista, sólo si esas marcas se han envuelto en el grito, no para silenciarlas, sino para nadar en él, y a partir de allí reconstituirse para llegar al fondo de sí mismos.
2 comentarios:
bello bello lau me gusto muco el numero y buena reseña!
besos nos vemos en el laburo.
Clau
Me gusta la elección del cuento, su contenido.
Pero hay que destacar el análisis tan claro y preciso que hace M laura del mismo y la relación con el tema central de este numero.
Muy bueno! Cris Pass
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