Pavorosos y repugnantes, tres feos de la literatura

Por Emiliano Cosenza

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En 1852, la Enciclopedia Universal Moderna de Madrid planteaba que la fealdad no se define únicamente como lo contrario a la hermosura, aseguraba que «no se necesita tener la menor noción de belleza ni haber visto jamás una cosa bella para que parezca feo un rostro torcido, una nariz enorme, un color cetrino, o un gran torso sostenido por dos piernas pequeñas. Basta con que estos ejemplos se desvíen del tipo común a que se somete la naturaleza en la estructura del cuerpo humano».
Veintiún años antes, el novelista francés Víctor Hugo tuvo la misma idea de fealdad cuando imaginó a Quasimodo, el jorobado que fue personaje central de la novela Nuestra señora de París. En una de las escenas de esa historia de amor y tragedia ambientada en el siglo XV, Quasimodo, que estaba confinado en el campanario de la Catedral de Notre-Dame, queda expuesto ante la gente y muestra su fealdad. «Es imposible transmitir al lector la idea de aquella nariz piramidal —escribió Víctor Hugo—, de aquella boca de herradura, de aquel ojo izquierdo, tapado por una ceja rojiza a hirsuta, mientras que el derecho se confundía totalmente tras una enorme verruga, o aquellos dientes amontonados, mellados por muchas partes, como las almenas de un castillo, aquel belfo calloso por el que asomaba uno de sus dientes, cual colmillo de elefante; aquel mentón partido y sobre todo la expresión que se extendía por todo su rostro con una mezcla de maldad, de sorpresa y de tristeza. Imaginen, si son capaces, semejante conjunto».
Un escritor escocés, algunos años después que Víctor Hugo, dibujó con maestría un personaje que llevaba consigo la idea de una fealdad ya no anclada a una deformidad, sino a lo macabro. Ese personaje nefasto, eran en realidad dos personajes en uno: los protagonistas de El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Una historia que, en principio, Robert Louis Stevenson visualizó en una pesadilla, y que finalmente publicó en 1886.
A diferencia de Víctor Hugo, que describió a Quasimodo casi desde su punto de vista de autor, Stevenson utiliza un narrador omnisciente que nos permite conocer a Mr. Hyde a partir de las impresiones que le produjo a otro personaje, el abogado Mr. Utterson. «Mr. Hyde era pálido y de cara chata —escribió Stevenson—, daba la impresión de deformidad, sin poder precisar ninguna deformación. Sonreía desagradablemente y su conducta con el abogado era una mezcla homicida de cobardía y de audacia, y hablaba con una voz ronca, baja y rota. Todas estas circunstancias repercutían en contra suya, pero incluso juntas no bastaban para explicar la excepcional aversión, el odio y el espanto con el que lo recordaba Mr. Utterson. <<>>.
El jorobadito, un cuento de 1933 en el que aparece Rigoletto, un personaje que combinaba las cualidades de Mr. Hyde y de Quasimodo. Si bien ver a Rigoletto causaba lástima, sólo ocurría por un instante. Era tan insolente que al final daban ganas de matarlo. «Al estrangularlo —escribió Arlt— me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel».
Mr. Hyde engulló al Dr. Jeckyll. Quasimodo murió junto al cadáver de la única persona que pudo ver más allá de sus deformidades. Rigoletto murió por insolente y por haber aportado a los enfermizos propósitos de un desconocido.
Imaginen qué hubiera pasado con ellos, si no hubieran tenido esa espeluznante fealdad.

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