Por Cristian Figueroa
Resbalaba contento por la chala. Se tiraba como por un tobogán, riéndose, disfrutando de ser parte del paisaje y de estar rodeado por ellos: sus amigos, todos muy parecidos a él. Hacía poco tiempo que había dejado de ser un niño, entonces ahora, se permitía algunas salidas.
Estaba decidido a conocer el mundo por sus propios medios.
El mediodía era su momento preferido, y lo que más le gustaba era tirarse de aquellas alturas y salir corriendo hasta el chiquero. Llegaba al alambrado y se colgaba de él, a mirar a los chanchitos jugar, golpeándose entre ellos, correteando por todos lados. Disfrutaba mucho, aunque no podía estar mucho tiempo, porque enseguida venía el cuidador a darles de comer, entonces tenía que salir corriendo de nuevo para que no lo descubriesen.
En otros momentos llegaba y se regocijaba viendo el espectáculo de aquellos cochinillos alimentándose de la chancha madre, que muy tirada en el suelo dejaba que los pequeños se prendieran de sus tetillas, mientras los demás porcinos adultos daban vueltas por ahí, sin demasiado que hacer. Un día prometió ocultarse, y observar desde lejos qué pasaba durante el almuerzo que aquel granjero les daba.
Aquel día llegó, pero no pudo observar casi nada. No porque el cuidador lo estuviera a punto de descubrir, sino porque los mismos chanchos, al momento en que les daban la comida, se amontonaban rápidamente armando un terrible barullo. Sin respetarse, chocándose unos contra otros, levantaban una polvareda descomunal, que impedía cualquier tipo de observación.
Los cerdos demostraban una terrible voracidad por aquel alimento. Era una carrera por ver quién llegaba primero al manjar y quién lo terminaba más rápido. Cuestión que en pocos minutos no quedaban ni rastros de los baldes repletos que el granjero les tiraba. No quedaba nada. Solo ellos y sus crías, disfrutando, con sus hocicos sucios y sangrantes, luego de tan violenta faena; con sus ojos brillantes y rojos, deseando más y más.
«Pero ¿qué será lo que estaban comiendo?» se preguntó.
Pensó en dos cosas: que al fin y al cabo al tratarse de animales no podía pretender alguna racionalidad en sus acciones, contrastando muchísimo con la organización y el respeto que sí existía entre los suyos. Y en segundo término, pensó en que debería tratarse de un alimento demasiado rico y sabroso para que actuaran de aquella manera. A él le encantaba hacer todo este tipo de análisis.
Lo hacía siempre observando cualquier fenómeno animal. Lo cierto fue que aquella circunstancia no le agradó mucho, se molestó. En realidad no quería reconocer que se había asustado. Entonces decidió que en sus próximas escapadas iba a dar vueltas por otros lugares de la chacra, y a observar el comportamiento de otros animales, como los gansos o los caballos.
Aquella nochecita cuando volvía de su gira vespertina, pasó por enfrente del chiquero y se asombró al ver un terrible agujero en un rincón del alambrado, y al no poder divisar ninguno de los chanchos dentro de éste, se inquietó un poco. «Éstos atorrantes se escaparon y cuando se enteren los dueños se va armar la podrida», pensó.
Luego, yendo para su casa, al borde del sembradío, descubrió el terror con sus propios ojos. Aquellos atorrantes, tal cual él los había denominado, se hallaban corriendo de aquí para allá, volteando con sus cuerpos voluminosos y brutos, todos los tallos que podían a su paso y devorando todo lo que caía al suelo. Con la tristísima suerte de que justamente los que caían, eran sus mejores amigos y parientes más queridos, que se estampaban contra el piso en un solo grito desesperado.
Volvió a observar nuevamente aquella voracidad sin control, aquellos hocicos lastimados, el caos del chiquero trasladado ahora a su lugar de nacimiento. Volvió a observar horrorizado, aquellos ojos rojos que brillaban a la luz de la luna, deseando cada vez más y más.
Fue ahí cuando se dio cuenta lo que aquel granjero les tiraba para comer todos los días, y de por qué en aquel momento se había asustado tanto.
Pero ya no tenía tiempo para un nuevo análisis de la situación. Ya era demasiado tarde. En menos de un segundo, tras un mordisco certero y desgarrador de uno de los atorrantes, pasó de ser un esbelto y hermoso choclo a un solitario grano de maíz rodando por el suelo.
Ahí, en su último suspiro, se dio cuenta que nunca más iba a poder tirarse por un tobogán.
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